Monday, May 31, 2010

Hồ Tây (West Lake) 西湖


El lago Hồ Tây es mi lago de Hanoi. Es el primer lago que veo cuando abro los ojos y el último cuando regreso a casa. Es el más grande de la ciudad y hay unos cuantos. Al comenzar el día surcan sus aguas a horas indecentes grupos de remeros con pequeñas canoas y al terminar la tarde barcos-restaurante con vietnamitas pudientes y turistas ociosos. Sus orillas ofrecen horizontes diversos. Está la noria de un viejo parque de atracciones, las casas de los barrios del este, las palmeras de la calle Dang Thai Mai, las torres de apartamentos de Ciputra y sobre todos ellos el cielo  de Hanoi. Hay días que el lago resplandece. Enfilo la orilla que conduce a mi casa y a diez kilómetros por hora contemplo a los pescadores que tenaces tratan de pescar algún pez contaminado, a los obreros casi niños de las casas que se construyen en sus orillas que agotados dormitan sobre yacijas precarias mientras sus ropas se secan con los últimos rayos de sol (en Vietnam los obreros de la construcción viven entre los andamios mientras la casa se está edificando), observo a las campesinas que empujan bicicletas con cestos llenos de zapatillas, de camisetas con la estrella del país o de rosas rojas... Al mismo tiempo trato de esquivar a las otras motos que como yo miran a todas partes menos al frente y a las chicas de los cafés que tratan de que pare a tomar algo en sus sillas metálicas mirando al agua tranquila del lago. Llegar a casa se convierte en algo peligroso pero mirar al lago deviene en algo cuasi hipnótico.

A veces, cuando vuelvo al apartamento y coincide que regreso cuando el sol se pone y no hay una gran nube sobre Hanoi que le impida asomarse a la ciudad ruidosa y coincide que el día ha sido tranquilo, un aura mágica aparece sobre el lago. Como hoy. Aparco la moto en algún café de sillas y tumbonas ligeramente desordenadas y me deleito en los reflejos de las olas minúsculas. En las palmeras que se agitan con la brisa de la tarde que curiosamente hoy no presagia tormenta. En el bote de la policía que patrulla indolente sus orillas. En el vaso de café helado que tengo en la mano que me ayuda a soportar estos maravillosos veintiocho grados de mínima (extraña frase en alguien que como yo tenía al clima irlandés como su Shangri-La). No, tampoco renuncio a él ni al condado de Sligo. Pero Hanoi cambia al que se acerca a ella y le voltea hasta que uno casi no se reconoce en el espejo. O no. O acaso uno no cambia en realidad. Acaso nunca cambiamos. Quizá simplemente nos asomamos a territorios inexplorados que dentro de uno siempre estuvieron ahí, esperando a ser descubiertos. Pienso en el tiempo que ya llevo aquí. En estos meses que me parecen semanas y en el verano que a dentelladas se ha instalado en la ciudad. Quizá demasiada trascendencia para una tarde de mayo.

Hanoi apaga su brumosa luz otro día más. Me levanto de la silla para irme a casa y en el teléfono alguien me envía un mensaje que parece un poema. Nos vemos a las nueve en Hoan Kiem junto al puente rojo. Un buen final para un atardecer.