Wednesday, July 21, 2010

AÑOS DE DISTANCIA - 何年か先

En el impagable episodio de los Simpson en el que éstos viajan a Japón, Homer, en un determinado e hilarante momento dice la siguiente frase sobre los japoneses: "nos llevan años de distancia". Cuando uno se sube en sus aviones, aterriza en Tokio y comienza a caminar tímidamente lost in translation por sus laberintos la primera sensación es esa. Una sensación que ya no me abandonará el resto del viaje. 

Salgo agazapado en el centro de Ginza y pregunto por el hotel a un guarda de seguridad. Sonríe. Se ajusta sus guantes blancos y saca un mapa del bolsillo cuidadosamente doblado en el que me señala dentro de un perfecto galimatías el hotel. Veinte segundos. Acaba de batir mi record asiático de sensación de desamparo. Se inclina y me desea en un inglés más que aceptable que pase un buen día. Los tópicos comienzan a derrumbarse. Nadie habla inglés. No. Más gente de la que uno pueda imaginar. Y el que no lo habla parece que se lamenta de no hablarlo sólo con que tú le preguntes algo. O eso, o yo he tenido suerte.

Viajo en un avión de Aeroflot y me quedo dormido. Una matrona soviética me agita en el asiento para que me incorpore y me coma esa especie de rancho que sirven en sus aviones. Somnoliento me dedico a ello. Viajo en un avión de Japan Air Lines y me quedo dormido para variar. De repente abro los ojos y veo a toda la gente terminando de comer el almuerzo en pequeñas bandejas con bordes rojos. Me enfado y comienzo a mirar alrededor buscando una azafata. De repente me fijo en una pequeña pegatina que hay frente a mí en el asiento con un oso sonriente dibujado en la cabezera de la nota. Dice así. "No hemos querido interrumpir su descanso. Cuando usted quiera avísenos. Le traeremos su almuerzo". Parece un haiku. Casi lloro.

Años de distancia. Hacia atrás también. Los japoneses son uno de los pueblos más educados del mundo. Pierdo la maleta. Cómo no, en un cacharro de Aeroflot. Me dirijo en el aeropuerto de Norita al mostrador de equipajes extraviados. Es tanta la amabilidad que al final del intercambio de datos uno casi acaba pidiendo perdón por haber perdido el equipaje. Naturalmente apareció puntualmente tal y cómo me indicaron en mi casa de Hanoi a las treinta y seis horas.

Viajo en el Shinkansen hacia Kyoto. El tren levita y recorre elegante y altivo la península de Honshü hacia mi destino. Aparece el revisor. Se detiene en la misma puerta del vagón. Se inclina. Se le debe de haber caído algo, pienso. Va hacia el fondo. Se da la vuelta. Se inclina. Está haciendo reverencias de respeto a los viajeros al entrar y salir del vagón. Como los "picas" españoles, pienso. Lo mismo hace la chica de las bebidas que distribuye cervezas a los white-collars japoneses para que lleguen amablemente borrachos a casa. Lo mismo hace el chico que va recogiendo las revistas que la gente se deja en los asientos.

Estoy en un hotel rural en la península de Izu. Buscando el contraste con el siglo XXI me adentro en el siglo XIX o XVIII. Los Ryokan (hoteles rurales japoneses para entendernos), tienen por cada habitación a una persona asignada a su cuidado. Al llegar, ésta me acompaña hasta la habitación. En la puerta de entrada se agacha, pone las rodillas en el suelo y se inclina hasta casi tocar la frente con sus manos apoyadas en el tatami. Se levanta, sonríe y se va.

Las próximas entradas: Kawazu, Yokohama, Kyoto, Tokio.